Viento, agua y esperanza: el alma invencible de Acapulco.

En este artículo, reflexionamos sobre cómo Acapulco enfrentó no una, sino dos desastres naturales en menos de un año: el huracán Otis y el huracán John. A través del esfuerzo incansable de su gente, el apoyo del gobierno y la solidaridad de todo México, esta ciudad nos demuestra que la esperanza siempre puede resurgir de las ruinas.

Alejandro Porcayo Castillo

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Cuando las bestias rugieron, Acapulco resistió

Primero fue la bestia de viento. Huracán Otis, un monstruo invisible, llegó en octubre de 2023, gritando con una fuerza descomunal que desgarró techos, dobló árboles y barrió el aire con una furia que parecía inhumana. Su rugido resonó en cada esquina, dejando tras de sí un cielo abierto y una ciudad expuesta al vacío.

Luego, meses después, en septiembre de 2024, llegó la bestia de agua. Huracán John se alzó desde el horizonte como un gigante imponente, trayendo consigo un diluvio que parecía no tener fin. Sus garras líquidas rasgaron las calles, sumergieron hogares y dejaron a su paso un silencio húmedo y pesado, como si el mar hubiera decidido reclamar la tierra.

Dos embestidas, dos pruebas. El viento y el agua, aliados de la destrucción, intentaron doblegar a Acapulco. Pero por cada golpe, nuestra ciudad respondió con esperanza. Por cada techumbre arrancada, hubo manos dispuestas a reconstruir. Por cada calle sumergida, hubo corazones que se negaron a hundirse.

Viento, agua y esperanza: el alma invencible de Acapulco. Porque aunque las bestias intenten destruirnos, el espíritu de esta tierra no puede ser apagado.

Dos embestidas en un solo año. Dos pruebas. Dos recordatorios de que la naturaleza no negocia, solo actúa.

Y sin embargo, entre los escombros, los charcos oscuros y el viento que todavía gemía, Acapulco no cayó. Porque este no es un lugar de rendiciones. Aquí, entre las montañas que acarician el cielo y el mar que nunca deja de susurrar, late un corazón que ni las tormentas pueden apagar.

Lección 1: Los lazos invisibles

Cuando John y Otis terminaron su embestida, los ojos del mundo miraron hacia Acapulco, esperando quizás ver solo desolación. Pero en lugar de eso, vieron algo más. En cada esquina de la ciudad, manos desconocidas se encontraban para limpiar, reconstruir y consolar. Vecinos que nunca habían hablado ahora compartían agua, comida y fuerza. Un plato de frijoles calientes cruzaba una mesa improvisada, un abrazo sostenía a alguien que había perdido todo, y el sonido de un martillo clavando tablas nuevas resonaba como un himno de esperanza.

Acapulco nos enseñó que no se necesitan grandes gestos para construir resiliencia. A veces, basta con un pan compartido, una palabra amable o una mano firme en el hombro. Los lazos invisibles que unen a las personas son más fuertes que cualquier tormenta.

Lección 2: Aprender a renacer

Acapulco sabe renacer como sabe el mar regresar a la orilla. Cuando las luces del glamour se apagaron décadas atrás, esta ciudad no murió; se reinventó. Cuando los golpes de la violencia oscurecieron su nombre, no se rindió; buscó nuevas formas de brillar. Y ahora, después de dos monstruos en un solo año, Acapulco vuelve a demostrar su capacidad de regenerarse.

Aquí, el renacimiento no es un evento extraordinario, sino un acto cotidiano. Es la señora que vuelve a abrir su tiendita con un estante vacío pero una sonrisa llena de esperanza. Es el joven que limpia el lodo de una calle para que los niños puedan volver a correr. Es el pescador que lanza su red al mar al amanecer, sabiendo que aún hay vida allá afuera.

Renacer es recordar que siempre hay un nuevo día. Que las heridas sanan. Que lo perdido puede encontrarse en lo que aún queda.

Lección 3: El orgullo de ser quien eres

En cada esquina de Acapulco, la identidad sigue viva. Aunque las olas destruyan las calles y el viento arranque los techos, nada puede borrar la música, los sabores y los colores que hacen de esta tierra algo único. Las chilenas aún resuenan en las fiestas, el pescado a la talla aún se asa en los fogones improvisados, y las sonrisas de los niños aún iluminan las calles más oscuras.

El orgullo de ser acapulqueño es un ancla. Es lo que mantiene a la gente firme cuando todo lo demás se tambalea. Es un recordatorio de que, aunque el exterior cambie, lo que llevamos dentro nunca puede ser destruido.

Lección 4: El amor desinteresado que mueve montañas

Cuando Acapulco enfrentó las bestias, no lo hizo solo. Desde cada rincón de México llegaron manos y corazones dispuestos a darlo todo. Fue el vecino que, con su viejo equipo de talachas, reparó llantas para que otros pudieran moverse. Fueron los cocineros de World Central Kitchen, que sirvieron millones de platos humeantes con amor y dedicación. Fueron los voluntarios que, sin preguntar nombres, se arremangaron y trabajaron hasta el cansancio.

El amor desinteresado que llegó a Acapulco no solo reparó lo material; reparó almas. En cada sonrisa, en cada comida servida, en cada clavo martillado, estaba la promesa de que, mientras haya solidaridad, siempre habrá esperanza. Este amor es un testimonio del verdadero espíritu mexicano: uno que no se mide en palabras, sino en acciones.

Lección 5: Agradecimiento al gobierno y a las fuerzas que nunca dejaron de trabajar

Desde el primer día, la maquinaria del gobierno federal se puso en marcha. Andrés Manuel López Obrador, con firmeza y empatía, lideró una movilización sin precedentes para enfrentar la devastación que dejó el huracán Otis. Los recursos llegaron con rapidez: colchones, estufas, despensas, dinero en efectivo para la reconstrucción… Cada uno de estos objetos representaba más que su utilidad material; eran símbolos de esperanza, mensajes claros de que Acapulco no estaba solo.

Pero no fue solo la ayuda material. Fue la movilización de miles de personas que, con disciplina y compromiso, se volcaron para devolverle la vida a Acapulco. La Comisión Federal de Electricidad (CFE) trabajó día y noche, restaurando el servicio eléctrico en un tiempo récord, incluso cuando las redes estaban destrozadas. Donde había oscuridad, volvieron las luces, trayendo consigo no solo energía, sino también consuelo.

La Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), la Guardia Nacional, la Marina y el Ejército Mexicano no solo fueron defensores en tiempos de emergencia, sino también constructores y protectores. En cada esquina, en cada colonia, se les vio limpiando escombros, repartiendo ayuda y levantando refugios temporales para quienes lo habían perdido todo. Su presencia constante era un recordatorio de que México siempre cuida a sus hijos en los momentos más difíciles.

Los Servidores de la Nación caminaron cada calle, cada barrio, cada colonia, realizando censos para asegurar que nadie quedara fuera de la ayuda. Con cuadernos en mano y palabras de aliento, escucharon historias de pérdida y prometieron soluciones. Y cumplieron. No era solo trabajo; era cercanía, empatía y acción.

Los Jóvenes Construyendo el Futuro también dejaron su huella. Armados con brochas y pintura, fueron casa por casa, transformando lo que un día parecía destruido en espacios llenos de color y vida. Cada pared pintada, cada hogar restaurado era un acto de amor y un recordatorio de que el futuro siempre puede ser reconstruido, incluso desde las ruinas.

La coordinación entre todas estas fuerzas –la CFE, la SEDENA, la Guardia Nacional, la Marina, los Servidores de la Nación, los Jóvenes Construyendo el Futuro y otros programas del gobierno– fue una muestra poderosa de lo que se puede lograr cuando el país se une. No fueron solo acciones aisladas; fue un esfuerzo colectivo donde cada institución, cada persona, trabajó con el mismo propósito: devolverle a Acapulco la dignidad y el futuro que merece.

La respuesta inmediata del gobierno no fue solo ayuda material, sino una declaración de amor y compromiso con Acapulco. Este agradecimiento no es solo por lo que se hizo, sino por lo que se transmitió: confianza en que Acapulco puede resurgir, una vez más. Que incluso las tragedias más grandes pueden encontrar alivio y reconstrucción cuando las manos y los corazones trabajan juntos.

Viento, agua y esperanza: el alma invencible de Acapulco vive también en quienes, con su esfuerzo, devolvieron luz, color y vida a esta tierra que nunca se rinde.

El corazón de México late en Acapulco

Las bestias pueden rugir, el viento puede gritar, el agua puede inundar. Pero mientras el corazón de Acapulco siga latiendo, mientras sus calles resuenen con risas y sus montañas miren al mar, siempre habrá esperanza. Acapulco es más que un lugar; es una lección. Una historia que México debe escuchar, aprender y honrar.

Y esa historia no habría sido posible sin ustedes. A todos los voluntarios que dejaron su hogar para caminar por nuestras calles devastadas, a las manos que sirvieron comida caliente cuando el frío del alma parecía insoportable, a los rostros que, cansados y llenos de tierra, nunca dejaron de sonreír. A quienes trajeron herramientas, despensas y palabras de consuelo. A quienes dieron todo sin pedir nada.

Ustedes no fueron solo ayuda; fueron luz. Fueron ese amanecer que sigue a la tormenta. Fueron los primeros brotes verdes en una tierra que parecía estéril. Fueron el recordatorio de que, mientras existan personas dispuestas a amar sin condiciones, ninguna bestia puede destruirnos realmente.

Desde Acapulco, desde el rincón más profundo de este corazón herido pero vivo, les decimos gracias. Gracias por recordarnos que no estamos solos. Gracias por devolvernos la fe. Gracias por ser la prueba viviente de que, incluso en las peores tormentas, el amor siempre encuentra la manera de brillar.

Porque, al final, las bestias son temporales. Pero los corazones que laten por otros, los corazones que reconstruyen lo que el viento y el agua intentaron llevarse, esos son eternos.

Gracias. Porque con cada uno de ustedes, Acapulco se levanta. Porque con ustedes, el corazón de México sigue latiendo.